F-Zero siempre ha sido un juego muy especial para mí porque me introdujo a muy temprana edad a dos cosas que iba a seguir amando con pasión y de por vida: la velocidad y el heavy metal. Y es que, cuando se habla del SNES, se habla de Super Mario World, Chrono Trigger, Donkey Kong Country y FFVI, pero algunos no olvidamos la entrada del Capitán Falcon a la industria de los videojuegos y los regalos que trajo con él en su Blue Falcon.

Siempre he creído que quienes iniciamos en el hobby de los videojuegos a principios de los 90’s tendemos ha apreciar más los avances tecnológicos que les han permitido crecer a través del tiempo. Los jóvenes de hoy manejan términos como “1080p”, “checkerboard” y “FPS” (muy a pesar de no tener ni idea de qué significan la gran mayoría del tiempo) dando por sentado los pequeños grandes saltos que nos cambiaron la perspectiva al inicio. Pero nosotros no. Si bien el salto de los 8 a los 16 bits trajo consigo mejoras notables en definición, color e inclusive hasta gráficas tridimensionales, personalmente creo que se subestima muchísimo el salto abismal en la calidad del audio que nos trajo el SNES. Y es aquí donde entra F-Zero.

Entre las muchas medallas que lleva en su pecho, F-Zero no solamente fue el primer videojuego con el que Nintendo mostró al mundo su ahora legendario “Mode 7 scrolling” y con él su intención de hacer de los juegos de video algo mucho más dinámico e interactivo que solamente avanzar de izquierda a derecha en la pantalla en un ambiente plano, también fue el juego por el que valía la pena tener un TV stereo. Como anécdota personal, en mi casa habían dos TV: un Hitachi Mono de 20”, y un Sony Trinitron de 31”, y F-Zero era lo primero que ponía cuando mi mamá me dejaba usar el Trinitron (porque claro, como “los Nintendos dañaban los televisores”, tenía que rogar muchísimo).

Sí, gráficamente era una de las experiencias más hermosas, coloridas, fluidas y llenas de actitud de la época y sí, esa dificultad retadora y totalmente adictiva caló lo suficiente para convertirse en parte intrínseca de los racers futuristas venideros, pero para mí F-Zero se trataba de cómo sonaba. Se trataba de elegir al Capitán Falcon, Knight League, jugar en Mute City a no menos de 300km/h una, y otra, y otra vez.

Algo dentro de mí ardía con pasión cada vez que la cámara se ubicaba en posición, la turbina del Blue Falcon encendía, la cuenta regresiva anunciaba el inicio de una de las piezas más memorables que me he han regalado los videojuegos, y con ella una carrera más alrededor de esa ciudad muda que en su silencio stereo estimulaba mis oídos en cada choque, cada turbo, cada recarga de escudo y cada vez que celebraba la victoria en la línea de meta.

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