Imagine estimado lector, por un momento, que todo lo que ha comprado en la vida desaparece, que de repente, no existe más su cama, su casa, su ropa, el teléfono con el que está leyendo esta columna, etc. Podrá pensar el lector que parte de su vida se esfuma entre sus manos y cómo años de trabajo se van a la basura por desaparecer aquello que posee, sin embargo, aunque parezca improbable, esta realidad no está tan alejada.

Piense por un momento a quién le pertenecen todas esas canciones que escucha en su cuenta de Spotify en su smartphone, o todos los videos que ve en Youtube, todos esos juegos que ha comprado en Steam, PS Network o la Microsoft Store, piense además cuántas de las películas que ha visto en Netflix son suyas. Se sorprenderá al hacer el recuento que nada de eso le pertenece. Y sí, posiblemente no importe de momento si Spotify o Netflix es tan barato como irse en bus a Guanacaste en un día, las ventajas de la accesibilidad a los (palabra clave) servicios de entretenimiento es más importante que el concepto de poseer, en sí mismo, un bien que nos permita entretenernos.

Digo esto, en el entendido de que vivimos en un sistema económico denominado capitalismo en donde se presume que inherentemente el ser humano es ambicioso y posee necesidades ilimitadas, si no me creen, pueden hacer una sencilla pregunta a un economista: «¿Cómo se considera al dinero?» La respuesta será más o menos la siguiente: «El dinero es un bien especial del cual no hay una satisfacción como tal» ¿Esto qué quiere decir? Que simplemente, nunca tendremos suficiente dinero (medio para satisfacer necesidades) porque tenemos demasiadas demandas que solventar.

¿Porqué esto es importante? Sencillo, porque los servicios no cumplen con lo establecido por un producto, y esa es la transición a la que estamos saltando con internet y el entretenimiento digital. En otra época se consideraban como bienes los discos que comprábamos, las películas que veíamos en un dvd, los juegos que teníamos en nuestras manos… ahora estos «productos» son servicios que nos brinda la nube con una accesibilidad pasmosa. Ahora bien, cuando digo que un servicio no cumple con la condiciones de un producto, me refiero a que mi necesidad (en el caso de un servicio) está delimitada por la facilidad con la que puedo acceder a este, por el contrario, con los productos, mi necesidad se satisface en la cantidad que puedo consumir de estos.

Un ejemplo muy sencillo nos puede ayudar a entender mejor, cuando estoy enfermo, necesito acudir rápidamente a un médico (servicios) para que me diagnostique, no necesito (salvo condiciones especiales) más de un profesional para tener idea del mal que me aqueja, sin embargo, sí necesitaré de diversas dosis de antibióticos para sanarme (productos). Esta línea era cierta, hasta cierto punto, con el entretenimiento, esto a pesar de que un disco por sí mismo no «sacia» mi sed de escuchar música, o una película por sí misma no llena mis necesidades de seguir yendo al cine, previo a la ruptura del internet mi necesidad se solventaba, aunque fuera de forma paliativa, por la compra de un cd o un dvd.

Ahora bien, con la primera irrupción (en el mercado de la música, al menos) de Apple y su Itunes las líneas que dibujan lo que es un producto o un servicio se empiezan a desdibujar; el primer gran aporte de esta tienda al desvanecimiento entre el producto y servicio digital fue la capacidad de poder pagar por una canción y no por un disco entero, así, como usuario, podía seleccionar partes de un producto y comprar lo que me satisficiera. Naturalmente una herramienta tan poderosa fue generando tendencia y llegamos a lo que conocemos hoy día, plataformas de servicios que nos permiten escuchar/ver de manera ilimitada los productos que nos gustan.

Esto supone un problema que ha debido ir resolviéndose poco a poco a través de diversos instrumentos jurídicos, pero también, supone un reto a la hora de hablar de propiedad privada para la economía. Cuando pago por una licencia y descargo mi playlist de Spotify ¿Es realmente mía la canción? O, por el contrario ¿Sigue perteneciendo a la empresa que le paga a un artista una renta por el uso de su producto? ¿Es la música, en la actualidad, un producto o un servicio? ¿Por qué cada vez menos gente está interesada en poseer productos de los que se pueden apropiar y cada vez hay más gente interesada en el uso de una licencia que podría desaparecer mañana? Esas son respuestas que escapan a la intención de este artículo, pero que de una u otra forma suponen retos para diversas disciplinas sociales.

¿Qué pasa entonces con los limites de algo como la propiedad privada? Pues que el entretenimiento como tal está dando un paso a lo que podríamos llamar la propiedad colectiva individualizada, en donde a pesar de que las canciones, las películas y los juegos que usamos día con día son de disfrute privado, su propiedad como tal es de un tercero difuminado entre casas matrices, productoras, distribuidoras y demás (salvo contadas excepciones como las producciones originales de los proveedores de servicios).

Este desdibujamiento no necesariamente es algo negativo, la incidencia en la baja de los costos para acceder al entretenimiento ya se hace notar y la accesibilidad ha generado, entre otras cosas, caídas importantes en el consumo de piratería y sus efectos han significado la facilidad en la creación de contenidos y también la generación de nuevos puestos de trabajo, amén del surgimiento de nuevas personalidades (que ahora llamamos influencers). Al final los retos de lo que conocemos como propiedad privada o productos no son más que el reflejo de un modelo económico (y de negocios) que aún se resiste a morir, pero que, tendrá que adaptarse si quiere sobrevivir a las épocas actuales.

 

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