Mi generación, debo admitirlo con orgullo, ha podido vivir en carne propia la evolución darwinesca de la industria de los video juegos. En esos tiempos se repartían los días entre jugar con los amigos en la calle y de cuando en cuando algún juego de computadora. En mi caso, Prince of Persia (el primero de todos, por si se lo preguntaban), era al que iba frecuentemente para satisfacer las ganas de salvar a la princesa o para medir mi pericia a la hora de vencer a los guardias -especialmente al gordo- y al temible Visir. ¿Boss? ¿Final boss? Palabras de hoy para algo que no tiene relevancia alguna.

 

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En compañero infaltable se convirtió poco a poco el Atari, que empezó a ser parte de los amigos o extensiones del televisor junto con los Betamax y VHS, que a diferencia de éstos dos, nos enseñó lo que significa la palabra interactivo mucho antes de que se pusiera de moda.

El Atari nos dio las mecánicas base que luego aplicaríamos en las siguientes generaciones. Por medio de un rudimentario y anacrónico joystick –y un único botón además- debimos escapar de los temibles (sí temibles) fantasmas de Pac-Man, de no caer de las siempre móviles lianas de Jungle Hunt y de aprender a utilizar las municiones en Food Fight; también evitamos que nos callera una lluvia de alienígenas con propósitos invasivos. Además, nos enseñó el valor de lo que llamamos hoy co-op y esa hermandad tan singular que da retarnos mutuamente o unirnos para avanzar al siguiente nivel ¿La historia? ¡Qué importa la historia!, ése es el bueno, esos los malos y allá la siguiente pantalla, punto.

Cada quien tiene su historia propia y el camino que siguió dentro de una industria que apenas empezaba a mostrarse fuerte, unos siguieron fieles a las computadoras, algunos a las consolas, otros a ambas y el resto simplemente las dejaron de lado completamente.

Toda novedad, todo lo que probamos por primera vez, va a tener un efecto íntimo en cada uno de nosotros, a algunos les gustó más el chocolate que la vainilla y desde entonces son team chocolate, pero que te guste el chocolate más que la vainilla no necesariamente lo convierte a uno en un “fan” del chocolate, puede que sea un gusto que de vez en cuando se da, o puede ser parte de uno mismo, algo que está ahí, latente. Eso se da con el tiempo, hay un momento en el que la sensación de “me gusta” pasa a ser “lo amo”; en el gaming también, todos los que somos fiebres a esto tenemos un momento en el que uno o varios juegos nos hicieron dar ese salto.

En mi caso, hubieron dos juegos que me cambiaron el paradigma, que evitaron que me cansara de Mario, de Contra o de Street Fighter y por primera vez en mi vida, me transporté a un mundo diferente, a otro planeta, a otra realidad. Esos juegos fueron (ambos) publicados en el mismo año, 1998, uno tan diferente como el otro, sin embargo tan importantes los dos: The Legend of Zelda: Ocarina of Time y Metal Gear Solid.

Esa sensación de que te dinamitaran la mente, brindándote el futuro en tus manos hoy, es una sensación que no se puede describir con palabras; pasar de un juego clásico como Mario, que se trata de avanzar de izquierda a derecha saltando entre plataformas y recogiendo power ups  hasta terminarlo, con un objetivo simple: rescatar a la princesa; a ser parte de una historia compleja, con puntos de quiebre, con sorpresas, con traiciones. Se pasó de una montaña rusa de movimientos a una de emociones.

Desde entonces ser gamer es ser alguien o algo más en otro mundo, es conquistar batallas imposibles, es manejar vehículos inverosímiles y además salvar al mundo, es pasar del humor a la acción al romance a la soledad a la realidad. Yo nací gamer en el momento que no quise olvidar que habían mundos por descubrir, experiencias por dominar y personajes por conocer. Así nace un gamer, de la exploración y la intimidad.

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