«Ya no hacen buenas películas de terror«. Es una frase que he escuchado muchas veces. Es posible que siempre se haya dicho. Sobra apuntar que, por lo general, toda época carga un lastre de nostalgia que provoca la sensación de que todo tiempo pasado fue mejor, sea cual sea el tema en cuestión. Pero con las películas, y sobre todo con las de terror, se suele insistir al respecto.

Hay quienes consideran que la calidad de una película de terror es proporcional al miedo que produce. Entiendo el punto: es cine de terror, debería, pues… dar miedo, ¿no? Sin embargo, no es un criterio muy preciso, al menos en mi experiencia: películas muy malas me han asustado, así como otras muy buenas me permiten dormir perfectamente.

Lo cierto es que el terror, como cualquier aproximación a la ficción, ha evolucionado de acuerdo con el contexto de su producción. El siglo XVIII, en medio de su racionalismo, vio aparecer la novela gótica cuando Horace Walpole publicó The Castle of Otranto en 1764. Se trataba de una clara respuesta a la fe en el intelecto de la Ilustración, que había permeado toda producción artística al punto de practicamente descartar el género novelístico, dada su tendencia a inclinarse por la fantasía. Walpole, con su lúgubre castillo y su historia llena de maldiciones, puertas que se cierran solas y retratos que se mueven, le recordó al mundo occidental que no solo la razón define al ser humano, sino que en el fondo de nuestro ser, y a veces en la superficie, se agitan muchas fuerzas que no siempre sabemos controlar.

Horace Walpole, fundador de la novela gótica

De hecho, todo el romanticismo del siglo XIX consistió en una vuelta a las pasiones y las zonas más oscuras del ser humano. Plumas como las de Ann Radcliffe, Mary Shelley, Bram Stoker y, claro, Edgar Allan Poe contribuyeron a esta exploración de lo irracional y lo fantástico, que había quedado tan desatendido en el siglo anterior. La llegada del realismo en la segunda mitad del siglo XIX volvió a afectar todo lo relacionado con lo sobrenatural en la ficción, aunque estuvo muy lejos de extinguirlo. Autores como Guy de Maupassant, Robert Louis Stevenson y Oscar Wilde oscilaron entre ambas tendencias, dejando volar su imaginación en ocasiones y ofreciendo retratos precisos de la realidad que los rodeaba en otras.

Por su parte, el siglo XX traería cambios sumamente importantes. La Primera Guerra Mundial (1914) evidenció definitivamente que la fe en el intelecto y el progreso humanos no tenía mucho sentido, en tanto la tecnología y la razón se podían poner al servicio de nuestra propia destrucción, perspectiva que la Segunda Guerra Mundial solo vino a confirmar. Así, el siglo XX marcó la aparición de distintas contraculturas y visiones desencantadas basadas en la caída de los llamados «metarrelatos«, los cuales consisten en todas esas ideas que se asumen como verdades indiscutibles. La religión, la política, el arte, la sexualidad… todo aspecto de la sociedad tiene sus metarrelatos y practicamente todos fueron cuestionados o replanteados durante el siglo XX, con mayor o menor éxito, de modo que el panorama de creencias, ideologías, estéticas y vivencias sexuales terminó más ecléctico que nunca, en un proceso de diversificación que aún estamos viviendo. Se trata, a grandes rasgos, de lo que algunos han llamado «posmodernidad«.

La Gran Guerra, el primer terror del Siglo XX

Y en medio de todo este lío, el cine de terror ha ido mutando en muchísimas variantes, mezclándose con otros géneros y diversificando sus propuestas de acuerdo con los tiempos que se viven. El propio hecho de que los orígenes góticos de la literatura de terror fueran una respuesta al racionalismo ilustrado coincide con que las primeras películas terroríficas estuvieran marcadas por la presencia de lo sobrenatural. Tal es el caso de La mansión del diablo (1896), de George Meliés y El esqueleto juguetón (1897), de los hermanos Lumiére, precursores muy remotos del género que echaron mano de diversos arquetipos, como el vampiro, el fantasma y, claro, el esqueleto, para mostrar imágenes macabras o perturbadoras para la época. Desde ahí, hemos pasado por múltiples etapas: el refinamiento artístico del expresionismo alemán, las películas de monstruos de los veintes y treintas, la paranoia científica y catastrófica de los cincuentas (impulsada por la Guerra Fría), el terror psicológico de los sesentas, los slashers ochenteros y demás variantes que, de hecho, nunca han pasado del todo, sino que persisten ya sea en producciones totalmente nuevas o en los infaltables remakes o secuelas de clásicos que marcaron época.

El castillo de Orava, locación principal de la icónica Nosferatu (1922)

Ahora bien, un aspecto notable, que también se ha visto en la literatura, es la progresiva renuncia a los escenarios exóticos y particularmente lúgubres en favor de ambientaciones cotidianas que traen las amenazas a las ciudades, los vecindarios y hasta las propias casas. Quizá, el mejor ejemplo de esta tendencia sea Paranormal Activity (2007), la cual llevó el asunto a un extremo al mostrarnos las manifestaciones de una presencia sobrenatural en una casa común y corriente, pero además lo hizo a través del formato del found footage, que solo aumenta el realismo y nos acerca aún más a lo narrado. Es como dejar clarísimo que lo que vemos podría pasarle a cualquiera, en cualquier lugar y en cualquier momento.

En realidad, la cantidad de películas contemporáneas ambientadas en épocas remotas o en castillos lejanos y tétricos es realmente reducida. Relativamente recientes recuerdo The Woman in Black (2012) y Crimson Peak (2015). Por lo general, las tramas terrorificas contemporáneas ocurren en residencias urbanas y tienen por protagonistas a familias enteras, en un claro esfuerzo por incorporar la cotidianidad del espectador en la dinámica.

Aún más, hemos visto aparecer una interesante tendencia que busca crear terror prescindiendo de muchos de los tropos típicos del género, incluído el elemento sobrenatural. El director Jordan Peele ha hecho ya un par de contribuiciones a esta tendencia con sus dos primeras películas: Get Out (2017) y Us (2019); la primera, echando mano de una atmósfera asfixiante y de una creciente intriga, ofrece una historia agobiante y perturbadora que incluso aprovecha para comentar el racismo que aún infecta a la sociedad; la segunda, a partir de una ambiciosa aplicación del tema del doppelgänger, presenta una trama igualmente estremecedora que, de nuevo, comenta con crudeza la desigualdad social que se esconde tras los ideales de libertad y prosperidad estadounidenses. Ambas son películas de terror en toda regla pero, dadas sus atmósferas y estéticas, siendo estrictos, cabrían más bien en lo que conocemos como ciencia ficción.

Get Out y Us, las dos películas con que Jordan Peele ha sorprendido

Don’t Breath (2016), de Fede Álvarez, es otra propuesta que prescinde de elementos sobrenaturales pero no por eso carece de altos niveles de tensión y horror. La historia, notable en su simpleza, presenta a unos jóvenes que tratan de asaltar la casa de un señor ciego, con la mala suerte de que este es un marine retirado cuyo entrenamiento y una postraumática inclinación a la violencia lo llevan a acecharlos y neutralizarlos con gran brutalidad. La observación sobre el menosprecio con que se trata a los adultos mayores y las destructivas consecuencias que una carrera militar deja en una persona saltan a la vista.

Crawl (2019), de Alexandre Aja, es una heredera directa de Jaws (1975), en tanto toma a una criatura natural y totalmente familiar, el cocodrilo, y lo pone en un escenario en que resulta amenanzante y hostil para el ser humano. Sin embargo, mientras que el famoso tiburón parecía el invasor en la icónica película de Spielberg, en Crawl puede leerse un subtexto relacionado con el cambio climático, sobre todo al considerar que el retrato de una Florida inundada a raíz de un huracán que presenta es el que algunos científicos han señalado que podría volverse realidad en unas décadas.

Kaya Scodelario en Crawl, mucho más que una película de cocodrilos

Pero sin duda, la película que más me ha hecho reflexionar dentro de las que he identificado en esta tendencia es Midsommar (2019), segundo largometraje en el currículo de Ari Aster. Se trata de una película que, en efecto, construye su escalofriante relato dentro de lo completamente posible, pero da algunos pasos más allá en la deconstrucción del género. Uno muy importante es que aunque hay algunas escenas nocturnas, la gran mayoría de eventos aterradores ocurre a plena luz del día. De hecho, el tagline que se le asignó en español es «el terror no espera la noche».

El viaje de Dani, Christian y sus amigos a la comunidad sueca de Harga echa mano del escenario exótico, claro, pero en lugar de un remoto y árido paraje cárpato nos lleva a un hermoso rincón campestre, con casitas coloridas y gente muy amable que se prepara para una festividad que celebran cada noventa años. Los jóvenes vienen siguiendo un interés académico, pues (salvo Dani) cursan la carrera de antropología y la celebración en cuestión es un buen objeto de estudio para sus tesis. Así, vemos aparecer el tema de la razón propia que se apresta a analizar la particularidad ajena. Lo que los estudiantes encuentran es una serie de macabras actividades que incluyen rituales sexuales, suicidios, mutilaciones y asesinatos.

Florecen Pugh es Dani en Midsommar

La trama, a decir verdad, no es notablemente compleja. Incluso, ver el corte del director resulta excesivo a ratos, pues parece que lo único a lo que asistimos es a un horror tras otro y no todo el metraje se siente justificado. Pero hay una sensación incómoda que no se aparta del espectador una vez empiezan los terribles rituales, la cual procede, me parece, del choque del escenario prístino y brillante con la brutalidad que tiene lugar.

Es precisamente el primero de estos rituales el que me resulta más interesante: tras ser llevados en andas a lo alto de un acantilado, una pareja de ancianos se lanza al vacío ante la serena mirada del resto de la comunidad. Notando el estupor de los visitantes, la dirigente explica: es un rito antiquísimo mediante el que los miembros entregan su vida cuando consideran que ha llegado el momento. Prefieren esta entrega voluntaria a un final lleno de padecimientos, vergüenza y abandono. Dani, notablemente impactada, pregunta más tarde a Christian si él no se siente perturbado, a lo que él responde que sí, pero que mantiene una mente abierta por tratarse de algo cultural; posiblemente, a los miembros de la comunidad les parecería igualmente perturbador que «nosotros» ponemos a nuestros ancianos en asilos cuando ya no los queremos cerca.

La enigmática comunidad de Harga es todo un personaje en Midsommar

Es un breve diálogo pero, considerando todo lo que experimenta Dani al principio de la película, así como el aparente alivio (¿o locura?) que obtiene al final, basta para contextualizar lo que vemos: el horror no está en la comunidad sueca, por impactantes y brutales que sean sus costumbres. El horror iba con Dani, quien terminó ahí por permanecer en una relación de pareja por mero compromiso; el horror venía con ella, que perdió a toda su familia en un arrebato suicida de su hermana bipolar, gracias a una muy mala comunicación familiar; el horror está en ese grupo de antropólogos que se pelean por utilizar Harga como objeto de su tesis.

Como mencioné anteriormente, el horror se produce y se recibe de distintas maneras, dependiendo sobre todo del contexto en que aparece. Como espectador que vive en un país donde las noticias han reportado en muchas ocasiones a adultos mayores que son abandonados en hospitales y otras instituciones, créanme que la película, sobre todo esa parte del acantilado, me afectó. El suicidio de la pareja es horrible, pero de alguna manera la explicación de la comunidad tiene sentido…. ¿o no?, ¿cómo puede algo así tiene sentido?… pero ya que estamos, ¿puede tenerlo que alguien abandone a su abuelo en el Blanco Cervantes como a un objeto que ya no quiere tener en casa? El horror, como le pasa a Dani, se quedó conmigo.

El horror en Misommar es, diríamos, humanístico: incomunicación, vacío, distancia cultural…

Hace mucho tiempo, tendría yo unos siete años o menos, mi familia me llevó a visitar la tumba de mi abuelo materno, a quien no conocí. Ahí, en el cementerio, me sentía verdaderamente aterrado. Mi papá lo notó, se acercó y me dijo «a los muertos no hay por qué tenerles miedo; a los vivos… a esos sí«. Películas como las que he comentado aquí parecen buscar la transmisión de un mensaje similar. Probablemente, nunca dejaremos de temerle a los fantasmas, a los demonios y a los monstruos. Fe de ello dan exitosas películas de terror sobrenatural como The Conjuring (con su multitud de secuelas y spin-offs), Insidious, A Quiet Place (cuya secuela aún esperamos con ansias) y el propio debut de Aster, la genial Hereditary. Sin embargo es innegable que vivimos una época en que muchos tropos del terror se han asimilado al punto de resultar más interesantes que terroríficos. Viene a mi mente una compañera de clase que tenía una cartera con la imagen de la ouija, por ejemplo, así como las figuras ultra realistas de monstruos de películas que mucha gente colecciona.

Ante ese desgaste, ante la incapacidad de seguir asustando de la misma manera, los creadores parecen estar dando un interesante giro hacia la reflexión de que, definitivamente, para crear terror no es necesario ponerse a fantasear: el alma humana, con todos sus prejuicios, sus traumas, su crueldad y sus descontrolados hábitos es suficiente. Lo escalofriante sería, más bien, que este tipo de producciones no nos asustaran. Como escribió Stephen King, «los monstruos, como los fantasmas, son reales; viven en nuestro interior y, a veces, resultan ganadores».

4 COMENTARIOS

  1. Muy buena reseña, sin embargo creo que faltó una referencia a un maestro del terror como lo fue H. P Lovecraft, creando un universo que hoy sigue siendo de inspiración para muchas producciones de terror.

  2. Saludos, Stuart. ¡Muchas gracia por leer! Ufff, claro, el aporte de Lovecraft es innegable. Se me quedó por fuera pues era una nota sobre cine y el panorama literario que traté de hacer se remontaba más a los orígenes de la narrativa de terror. Igual, muy oportuna tu mención. ¡Pura vida!

  3. Cada vez que veo su nombre en una lectura, doy click. No soy fan del terror como género, pero en definitiva hay obras que sobresalen hasta para los no-fans. Cuando vi «Don’t Breath» tuve la misma percepción que usted describe. Me intrigó «Midsommer». Voy a verla apenas pueda.

  4. Me gustó mucho la reseña. Sinceramente no soy fan del terror y esa película Mindso Mar, me ha llamado atención, pero si he visto varias películas que siempre me ha intrigado ese «terror» que queda en la mente luego de verlas, como esa que mencionas, «Get Out»
    Una que me generó esa sensación, aunque es una comedia negra fue The Lobster.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí