Como el más dulce recuerdo de una niñez, la promesa de aventura y descubrimiento cuando la escuela ya era cosa del pasado y solamente unas semanas de verano yacían frente a uno, aparentemente eternas en la pequeña visión infantil, Gravity Falls llegó a llenar un vacío en la programación de Disney que existía ya por demasiado tiempo. En su manera juguetona y vivaz de presentarnos un verano idílico que se extendió por más de dos años en tiempo de programación interrumpida, Gravity Falls sutilmente tejió lecciones de vida que son tan válidas para cualquier chico y chica así como para el adulto que disfrute de la buena animación televisada. No es de sorprender que en su adiós final luego de dos “temporadas” el show haga su cierre dorado con una de las lecciones más válidas e indelebles; todo cambia y eso está bien.

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Los sujetos usuales

Los gemelos Pines, en compañía de sus tataratíos Stan y Ford, y los sujetos usuales a los que nos acostumbramos los seguidores a través de los episodios, hacen frente a Bill Cipher, el triángulo o pirámide sentiente del Illuminati, quien ha sumergido al pueblo titular de la serie en un mini apocalipsis contenido, llamado Weirdmageddon o Oddpocalypse (¿Rarocalípsis?). Pequeños homenajes al horror clásico (Cthulhu, por ejemplo) hacen cameos durante el arco narrativo que abarca tres episodios del doble de la duración habitual del programa, mientras que los gemelos y sus allegados buscan la manera de derrotar a este ser geométrico que parece ser invencible.

Welcome
La geometría es la raíz del mal, aparentemente

En el acto que da comienzo al cierre del episodio final, ambos Mabel y Dipper recuerdan los obstáculos emocionales y físicos que han sobrellevado como hermanos y como individuos, subrayando el mensaje de cambio y crecimiento, del avance en pro de la superación a pesar de la adversidad. Es entonces que empezamos a caer en cuenta de la finalidad irrevocable del ocaso de Gravity Falls, no como pueblo ficticio ubicado en algún espacio astral u onírico, sino de su representación oficial en nuestros televisores, computadores y demás dispositivos de reproducción, y con ello el mejor ejemplo de su mensaje sobre aceptar y vivir el cambio, y sobretodo el saber dejar ir.

 

En lo personal, estoy dejando ir a dos pequeños cuyas travesuras y experiencias me recuerdan a lo que mi más cercana hermana menor y yo experimentamos en similares maneras durante nuestra niñez compartida. Con ellos, Dipper y Mabel, se van nuevamente las fantasías y sueños que llenaban mi cabeza en esos entonces, un nuevo adiós a la inocencia y habilidad de maravillarse que solo los pequeños realmente poseen. Abrazo a mi hija de ocho años, con quien he visto y compartido la serie desde sus inicios, mientras los últimos minutos del episodio son dedicados a despedidas; los mellizos deben volver a casa de sus padres para entrar al duro mundo de la adolescencia y la secundaria. Con promesas de volver el próximo verano a Gravity Falls, me pregunto en mis adentros si habrá quizá una película animada, un largometraje, que nos deje compartir nuevamente la maravilla de los años por venir para Mabel y Dipper.

 

Recuerdo entonces, cual montaje cinematográfico en el ojo de mi mente, los paralelos entre Gravity Falls y mis años dorados, esos a los que mi papá se refiere con cariño al recontar el orgullo que sentía al llevar en sus brazos una pelota pálida, rubia y llorona, poseída de una terrible afición por las glándulas mamarias (el hambre es algo curioso), antes de aseverar, no sin humor: “¡que cruel es el tiempo!”

 

Paralelos, y entre ellos: Mabel y su obsesión con los Boybands y los chicos un tantito mayores que ella, capturan la pre-adolescencia de mi hermana casi a la perfección; aún retumban en los corredores de mi memoria canciones de los BackStreet Boys y N’Sync que ella escuchaba a todo volumen, las cuales no he logrado ahogar ni con el más cacofónico Death Metal. La obsesión con secretos y querer figurar con los chicos mayores para agradarle a una chica algo mayor que él, dos de los factores identificadores de Dipper, no distan mucho del chico inseguro que un día fui – hoy día ya no soy chico, claramente; lo de inseguro es altamente cuestionable. Las tribulaciones de crecer y verse en el territorio liminal que existe, por un extendido e incómodo instante, entre la ligereza de ser niño y los horrores de la pubertad, van de la mano melancólica de los días de exploración y juego fantasioso, de calores veraniegos y brisas acariciantes rezagadas al aposento de lo que un día fue.

 

La pequeña mujercita que reposa en mi regazo ríe ante la empalagosa gracia de Waddles, el cerdito, mascota de Mabel, quien la acompañará de camino a la casa de sus padres (es demasiado cosi, me asegura mi pequeña). La miro fijamente sin que ella advierta mi mirada de borrego derretido, y pienso que mientras ella siga niña yo también seguiré, hasta cierto punto, siendo chico. Pero que algún día, también esta segunda niñez, la que me es conferida por mi hija, partirá, y en ese entonces espero saber dejarle ir.

Claramente un cosi
Claramente un cosi

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