Veo en la televisión un hombre. Es rubio, habla con voz prepotente y vocifera palabras como libertad, democracia y salvar a la gente de Siria. Habla de un apoyo por parte de Reino Unido y Francia. Habla de guerra. El hombre rubio que habla en un inglés deschavetado, de esos que no son propios de un Presidente, es nada más y nada menos que Donald J. Trump. Se dice que es el hombre más poderoso del mundo, y él está dispuesto a demostrarlo.

Recuerdo cómo cada vez que lo escuchaba hablar se me hacía un nudo en la garganta. Pensaba en la catástrofe que representaría una tercera guerra mundial, pero, dejando de lado el ambiente apocalíptico, pensaba en las personas que verán sus vidas cambiadas de un día para el siguiente sólo porque hubo otros que decidieron jugar a la guerra.

Pensaba además en tantos Seita y Setsuko que estarán llorando hoy porque sus padres no estarán con ellos, en lo indecible del dolor de la guerra, en lo complicado de ver a tu mamá morir, en lo difícil de vivir donde no te quieren, en lo complejo de sobrevivir a punta de caridad… El dolor que logramos sentir a través de una animación no es ni comparable al que sentirá mucha gente hoy día en Siria.

Trato entonces de entender el dolor que tuvo que pasar Isao Takahata para llegar a plasmar en un largometraje animado tanto humanismo, tanta empatía, tanta frustración y, simplemente no lo consigo. No puedo, ni quiero. No sé si tendría la fortaleza y con sólo pensar en ese punto al que llegó el autor, me da un escalofrío terrible por la espalda.

Llegamos a 30 años del estreno de una de las películas que más me han marcado personalmente. Llegamos siendo la misma humanidad, o tal vez un poquito peor que aquella que inspiró al japonés a mostrarnos, de forma cruel pero hermosa, la vida cotidiana de dos niños que vivieron en la guerra, de dos niños que todavía hoy viven en la peor catástrofe humana.

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