Hace tiempo quería escribir esta columna, no es de lejos el tema que más apasione en redes sociales, tampoco es de lejos un tema de relevancia nacional, pero sí es una forma en la que puedo expresar mi pensamiento respecto a los videojuegos. No es tarea sencilla ésta de escribir en un medio dedicado a productos culturales que siguen generando cierta aversión en una parte de la sociedad. Lo digo porque lo he vivido en carne propia, no sólo de parte de gente desconocida, sino incluso de mi propia madre, el prejuicio sobre las personas quienes juegan videojuegos sigue siendo grande, el prejuicio sobre los que deciden hacer cosplay es aún mayor, y ni hablemos del despectivo término otaku, que los mismos japoneses usan como un insulto.
No obstante, la labor de medios como The Couch es informar, no sólo a través de noticias, sino también a través de espacios de reflexión que inviten a pensar «más allá de la caja». Es por ello que les contamos nuestras experiencias personales, es por ello que tratamos de darle una voz crítica a todo aquello que se vuelve el fenómeno del momento. Pero hoy, en la que quizás sea la columna más personal que haya escrito para el medio, voy a contarles porqué juego, estoy cansado de que vean a los gamers o a quienes disfrutan un buen cómic de forma despectiva, también de que se use en nuestra contra afirmaciones tan absurdas como «síndrome de Peter Pan», o que se nos vean aún como «el bicho raro» de la familia.
Empecemos por lo básico, jugar para mí, es un proceso de aprendizaje, es una forma de entender la visión de otra persona que intenta comunicarme algo a través de un juego. Es una experiencia lúdica que me permite aprender nuevos idiomas, avanzar en un mundo ficticio, salvar vidas, tomar decisiones basadas en mi moral, explorar las riquezas de naciones antiguas, mejorar mis reflejos y por si fuera poco, disfrutar de buena compañía mientras me divierto.
Es a la vez un proceso de socialización secundario que me permite identificarme con mis semejantes, me da un reconocimiento del otro, desarrollo entonces empatía, es también la forma en la que puedo comunicarme con mis allegados, porque ¿quién dijo que la palabra escrita u oral es la única que vale? Nos comunicamos cuando jugamos, a través del lenguaje del juego, a través de los movimientos veloces de nuestros dedos, a través de un support o un kill count, nos comunicamos cuando hacemos un pase en FIFA o cuando planeamos la mejor estrategia para obtener buenos resultados en nuestros juegos.
Jugamos para entender el mundo, para tratar de dilucidar las formas en las que se nos presentan las cosas, para llegar a la substancia de algo, para discernir entre lo bueno y lo malo. Jugamos también como una filosofía de vida, aquella que dicta que la razón y los números no lo son todo, que de vez en cuando, o casi siempre, lo que vale la pena de la vida son esos momentos en donde nos reímos juntos, abandonamos el juego de la frustración o cuando metemos un gol.
Jugamos para darle sentido a la vida, porque un día sin jugar, es un día perdido, porque jugar nos ayuda a abstraernos de una realidad que no nos gusta, pero que también nos vislumbra un camino de dónde podemos cambiar el mundo. Jugamos porque nos inspira, porque de repente no somos uno, sino muchos, desde aquellos que derrotan a los malvados hasta aquel que pierde un dedo por su hijo. Hemos sobrevivido mucho más que cualquier persona en un apocalipsis zombie, hemos también ganado Le Mans, hemos sido campeones del mundo, también nos hemos infiltrado en bases secretas para proteger la paz mundial, entendemos la guerra y la detestamos en la vida real.
Jugamos porque de repente es lo que más nos gusta, porque jugar no es sinónimo de inmadurez, sino de un cierto grado de cordura en un mundo cada vez menos lúdico. Jugamos también porque somos homo ludens porque al fin y al cabo jugar es vida y sí, también jugamos porque nos divertimos.