En tiempos en que los videojuegos vuelven a usarse como respuesta a las incógnitas que dejan despliegues de violencia como los de Texas y Ohio, vale la pena compartir una historia como esta, así sea para hablar de algo agradable relacionado con el entretenimiento interactivo, para variar.

Desde hace más de veinte años, soy un fanático de Zelda. Estaba muy joven para apreciar las entregas de NES y nunca tuve Super Nintendo ni Gameboy, por lo que mi primer contacto fue con esa monumental obra de arte llamada Ocarina of Time, en el Nintendo 64. Basta decir que, a la fecha, es mi juego favorito.

Ocarina of Time: uno de los videojuegos más celebrados de la historia

He jugado todos los títulos de la saga aparecidos desde Ocarina (excepto los portátiles, deuda que ya saldaré), leí con gran curiosidad y gusto el Hyrule Historia, y me encuentro precisamente a medio camino de completar esa nueva maravilla que es Breath of the Wild (BotW en adelante), el título más reciente de la saga. Sobre este juego, sobre algo que me pasó jugándolo, es que les voy a hablar; no levantaré alerta de spoilers porque no mencionaré la trama del juego, aunque sí algunos aspectos del gameplay que cualquier interesado en el juego debería conocer.

Uno de los aspectos más atractivos de BotW es la extensión de su mapa, mayor a la de cualquier otro Zelda hasta ahora. El realismo con que se simulan las distancias a recorrer llega a ser tal que no son pocos los momentos en los cuales se llega uno a sentir abrumado.

Una manera eficiente y divertida de acortar distancias es conseguir un caballo, pero esto puede ser complicado por varias razones. En primer lugar, no se topa uno con caballos tan a menudo y, en segundo, al lograrlo, o son salvajes, en cuyo caso hay que ser MUY sigiloso para lograr montar uno, o vienen montados por un enemigo, lo que obliga a derribarlo para montar en su lugar.

Hyrule en Breath of the Wild

En determinado momento, recorría una distancia que parecía interminable cuando me asaltaron varios monstruos, uno de los cuales venía precisamente cabalgando. Eran los suficientes como para que enfrentarlos implicara un alto riesgo, por lo que derribé al montador y le robé el caballo. La sensación de triunfo es indescriptible. Por un lado, me había librado de los enemigos con un mínimo esfuerzo; por otro, tenía finalmente una montura para aliviar mi recorrido.

Pero la alegría no duró mucho. Minutos después de la hazaña, me interné por un cañón y tras recorrer algunos metros me topé con un montón de piedras que bloqueaban el paso. Claro, Link es capaz de mover objetos, pero al desmontar e intentarlo, comprobé que era inútil: las piedras pesaban demasiado y no había espacio para moverlas.

Si la ilusión de victoria vivida hacía un rato fue indescriptibe, la nueva frustración fue mayor. ¿En serio?, ¿estaba obligado a saltar las piedras y continuar a pie, abandonando a mi nuevo caballo, conseguido tan oportunamente? Todo parecía indicar que sí. Fiel a mi estilo, me quedé ahí, dando vueltas por el lugar. Sencillamente no podía aceptar mi mala suerte. El caballo, indiferente a mi berrinche, solo permanecía ahí, dando uno que otro paso en la dirección contraria.

Consideré mis posibilidades: lo obvio, lo fácil, era renunciar y seguir mi camino; lo difícil era encontrar una manera de hacer lo que quería. De pronto, se me ocurrió una solución: tomando el impulso adecuado, era posible que mi caballo saltara sobre el bloqueo… ¿cómo no lo había pensado antes? Había hecho cosas parecidas antes en el juego, ¡esa tenía que ser la clave! Monté de nuevo, me alejé, espoleé y puse rumbo a las piedras… y no ocurrió nada. El caballo se detuvo, relinchó y se quedó ahí, como antes.

Arte de Link combatiendo a caballo

Berrinche 2.0.: En el juego, desmonté y volví a dar vueltas. En la vida real, me aguanté las ganas de lanzar el control contra la pantalla. ¡Qué cólera, por la Trifuerza! Quienes jugamos conocemos bien esa sensación: de pronto imaginar la posible solución, verla clarita en nuestra mente, creer firmemente que por fin se nos ocurrió cómo avanzar… solo para probar y descubrir que no, así no era. Es duro, muy duro.

Nuevo análisis de posibilidades: podía intentar mover las piedras, aunque era evidente que no tenía caso. Era eso o saltar y seguir sin caballo; como la alternativa se me seguía haciendo intolerable, decidí acercarme y empujar una de las piedras. Comprobé que era inútil. Estaban como unidas por concreto. Sin embargo, un hecho saltó a la vista: había intentado mover siempre la misma piedra… y habían cuatro…

Me acerqué a otra piedra y empujé. La esperanza renació al ver que cedía, sí, se movió unos centímetros… pero eso fue todo. El pobre Link llegaba al límite de su resistencia y apenas si había movido la piedra. Tal vez si empujaba desde el otro lado… salté sobre el bloqueo y empujé en la dirección contraria. La piedra cedió otro poco. Consideré que el efecto era bastante realista, pues sin darme cuenta yo estaba acometiendo la prueba con un procedimiento propio de la vida real. Me encomendé a Nintendo y a sus programadores y seguí empujando, un poco hacia delante, un poco hacia atrás, buscando siempre insistir en la dirección en la que ocurría algo.

Por si no se apreciaban bien las dimensiones, de nuevo, Hyrule en Breath of the Wild

El esfuerzo era enorme y el resultado casi nulo. La piedra apenas había cambiado de posición. Poco a poco fui trasladando mi empeño a las otras piedras, con resultados similares. Había logrado algo, sí, pequeños espacios en la muralla, pero yo trataba de pasar un caballo por ahí; irremediablemente me acordé de la imagen bíblica del camello que pasa por el ojo de la aguja y sonreí a mi pesar: en efecto, aquello sonaba más fácil que superar este obstáculo.

Varias veces decidí rendirme y otras tantas revertí esa decisión. No me iba a ir… pero mejor me iba, no tenía caso… pero y ¿si estaba cerca de lograr algo? Y volvía a empujar. Una y otra vez.

De alguna manera, una de las piedras rodó un poco y se abrió un boquete. ¿Sería posible? Me aparté un poco para ver… sí… ¡era posible que pasara el caballo! Me devolví y noté que se había alejado muchísimo. Corrí tras él, lo monté y, de nuevo, me dirigí a las piedras. No me avergüenza reconocer que el corazón se me aceleró. Tenía que ser…yo lo había intentado, había luchado, no me había rendido… el que persevera alcanza, ¿no?, lo merecía, tenía que poderse, yo había creído en la posibilidad de lograr lo que quería y por eso ahora recibiría mi recompensa. Llegué al bloqueo, me dirigí al espacio… y no pude pasar.

El berrinche, tercera parte: con todo, esta vez no me ardió tanto. En realidad, lo que me movió a intentarlo fue esa necesidad de descartar cualquier posibilidad; estaba consciente de que lo más probable era que la causa estuviera perdida desde siempre, así que, ahora, solo lo acepté y finalmente me decidí a renunciar. Uno juega para disfrutar, para pasar un buen rato, no para sufrir y extenuarse con empresas inútiles. Además, a veces hay que dejar ir, soltar aquello que no aporta y seguir adelante. Pues bien, con esa consigna me bajé del caballo e hice lo único que quedaba: me bajé y seguí empujando las malditas piedras.

Los desérticos alrededores de la aldea Gerudo, zona a la cual me dirigía cuando topé con el bloqueo

No podría explicar racionalmente por qué lo hice. Ya estaba determinado a abandonar ese absurdo empeño, a seguir a pie y continuar con el juego. Pero no pude evitar volver a intentarlo. Cuestiono cualquier mérito en mi proceder. Más bien, intuyo rasgos obsesivos no muy sanos. Lo cierto es que insistí, irremediablemente. Seguí moviendo piedras, avanzando infinitesimalmente, maldiciendo mi testarudez a cada momento, incapaz de otra cosa, sintiéndome cada vez más frustrado. Sin anuncio alguno, de alguna manera una de las piedras finalmente rodó considerablemente. Mirándolo bien, se podía decir que la había quitado. Insistí con las otras y logré apartarlas otro tanto. De alguna forma, cuando menos posible parecí, había conseguido el espacio.

Me quedé mirando mi obra unos segundos hasta reaccionar y fui a traer al caballo, el cual ya prácticamente se había ido. Lo encontré, lo monté y, por fin, superé el bloqueo. No me avergüenza reconocer que se me humedecieron los ojos. Aquí, solo, en el mismo cuarto donde tecleo esta nota, sin testigos, sin sublimidad ni relevancia, había logrado lo imposible. Fue inevitable pensar en muchas otras facetas de mi vida en las que a veces me siento empujando piedras pesadísimas, invirtiendo grandes esfuerzos y consiguiendo resultados mínimos. ¿Qué tal si solo hay que empujar un poco más?

No quisiera rematar con un sermón sobre la importancia de insistir, sobre el valor de la perseverancia y la recompensa que siempre llega a los quienes no se rinden. Sé que no es cierto, sé que a veces lo único sensato es dejar ir y resignarse a que las cosas no son exactamente como queremos; hay una delgadísima línea entre la perseverancia y la obsesión, y tal vez la verdadera sabiduría radica en la posibilidad de distinguirlas. Ignoro si las distinguí durante la hora y resto invertidas en ese cañón de Breath of the Wild, pero lo cierto es que las piedras cedieron y pude pasar con mi caballo. La enseñanza, de haberla, se la dejo a quien, con mi agradecimiento, leyó hasta aquí.

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